domingo, 10 de julio de 2016

PRÓLOGO INTEGRO DE "LA SOMBRA DEL RECUERDO"

J
A principio de este año, le hice una propuesta al que hoy es un gran amigo, Pepe Sedano. Pese a dudar durante unos minutos, aceptó. En apenas 2 días me mandó el que sería el prólogo de mi nueva novela, desgraciadamente no se pudo incluir todo el texto, por eso, hoy quiero compartirlo con vosotros. Siempre estaré agradecido a está persona por abrirme sus puertas de  su sabiduría además, de su casa (todo un museo de nuestra memoria histórica y por supuesto regalarme su amistad. Gracias amigo Pepe algún día se te reconocerá todo tu esfuerzo por dar luz a nuestra historia. 
“LA SOMBRA DEL RECUERDO”
PRÓLOGO
Pasada la primera semana de enero de 2016, a.d., un amigo, que lo sigue siendo en el momento de redactar estas líneas, me hizo una proposición casi “indecente”. Que escribiese el prologo de la novela que ahora tienes en tus manos. Confieso que casi me ruboricé, a pesar que el otoño se instaló en mi vida hace algunos años y, por si fuera poco, peino canas hace más tiempo todavía que esa estación vital tocara a mi puerta y se la abriera de par en par. Un desasosiego descarado, una extraña sensación fue invadiendo mi cuerpo hasta adueñarse completamente de él.
Para una persona, -como es mi caso-, que escribe sobre temas relacionados con la historia de la comarca de La Alpujarra, donde resido, de sus gentes, de los acontecimientos ocurridos en el devenir de la misma desde que fue poblada, no le hubiera resultado difícil aceptar este encargo que, a la vez es un regalo envuelto en tarro de esencia,- o de veneno, como dirían otros-, aunque en mi caso, desde luego que lo es de lo primero, y desde el mismo momento que me ofreció esta oportunidad de “asomarme” por esta “ventana” y, a través de ella, “hablar” contigo, ya es para mi el regalo más grande que, por estas fechas, hubiera podido recibir; por tal motivo me siento el más honrado de los mortales consciente, además, que nunca encontraría las palabras suficientes para testimoniarle mi agradecimiento.
El autor del libro que ojeas, Juan Marín, sabe que en el momento que leí su mensaje, ofreciéndome esta oportunidad única, no dudé en confirmarle el “placet”; aunque también sabe que, acto seguido, un profundo estremecimiento recorrió mi cuerpo, empecé a temblar por haberme precipitado quizá, en confirmarle que me enrolaba,- hablando en términos marineros-, en esta incierta singladura e insegura derrota, pensando, con razón, que seguramente este inconexo prólogo a su novela no estaría a la “altura” de la misma, cosa que no dudo sea una realidad.
Le comenté a mi hija este ofrecimiento y no dudó, -antes que yo le indicara mis temores-, en decirme que estaba más que capacitado para ello, ¡Qué te va a decir una hija! Confieso que se me vino a la cabeza el encargo de Violante a Lope de Vega para que construyese un soneto. Los dos primeros versos, del primer cuarteto, me los aplicaba al pie de la letra; dicen así: “Un soneto me manda hacer Violante/que en mi vida me he visto en tal aprieto/…”. Yo le dije a Juan que, como Lope de Vega, nunca me había puesto a escribir un prólogo aunque… ahora que lo pienso, no es cierto. Escribí uno, hace unos años, a un amigo que quería publicar un libro pero que, lamentablemente, quedó en eso: quería publicar… Era reducido pero se escribió, y escrito está, aunque inédito. Ya le llegará su hora. De todas maneras, estos renglones que has leído hasta ahora, que forman parte del prólogo encargado por Juan, han sido escritos con dudas, con muchas dudas de lo que debería de ser un prólogo y de lo que realmente resulte. Salga lo que salga será mi ópera prima, por lo que espero seas, lector/a, condescendiente con este prologuista.
Antes de continuar, y de entrar en lo que realmente es la historia que contiene la novela que ahora sostienes, quiero presentarme: soy José Sedano Moreno,- Pepe Sedano, como me gusta que me llamen. y porque así comenzaron a hacerlo mis progenitores-. Fui un mal estudiante que consiguió, con algo de retraso, una Diplomatura aunque ésta no me sirvió de mucho, o sí –como diría un gallego-; conseguí una plaza de funcionario en el Ayuntamiento de Berja hace más de tres décadas y desde entonces me dediqué, por las tardes, a hacer lo que más me gustaba: investigar. Investigar a los posibles almerienses que habían sido deportados a campos de concentración nazis, ver los que habían muerto allí así como los posibles supervivientes –me enteré por casualidad, con más de treinta años, que había habido españoles deportados a campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial-.
Más de treinta años después, se han publicado una miríada de títulos, se han proyectado películas, documentales, ha habido exposiciones sobre el tema pero, te puedo asegurar que cuando empecé no había, prácticamente, ni un solo título publicado que hablara sobre este tema. Un silencio sepulcral se había adueñado del país durante más de 40 años. Si no se sabe es que no ha ocurrido, más teniendo en cuenta que, en su momento, se había dicho que “fuera de España no había españoles”; por tal motivo los que sí sobrevivieron no pudieron regresar a España como españoles, se les había negado la nacionalidad, los habían convertido en apátridas, les negaron –igualmente- la condición de “prisioneros de guerra” y por tal motivo no se les pudo aplicar la Convención de Ginebra…
Cerca de 10.000 españoles fueron a parar a Mauthausen (Austria), otros los mandaron a Dachau, cerca de Munich (Alemania), otros terminaron en Buchenwald (Alemania), algunos pocos pisaron el suelo de Treblinka (Polonia) o el de Sachsenhausen (Alemania), incluso algunas decenas de mujeres españolas también supieron lo que era un campo de concentración nazi: Ravensbrück fue exclusivamente para ellas.
He escrito sobre lo que he estudiado e investigado –fuera de las horas normales de mi trabajo- y he publicado algunos artículos en revistas especializadas en Historia, he dado conferencias a alumnos en diversos IES –en Berja, en Huércal de Almería-, también sobre los jiennenses, en el Aula de Cultura de la Diputación de Jaén donde observé, por primera vez, mi nombre escrito sobre la mesa donde tenía que hablar al público asistente. Debajo del nombre aparecía la siguiente lectura: “Investigador de la Memoria Histórica”. Alguien me había reconocido esos más de treinta años de dedicación al estudio de los deportados españoles y de los campos de concentración donde habían estado. Me sentí, en esta ocasión, reconfortado y agradecido. Igualmente me ocurrió cuando pude comprobar, por mi mismo, cómo era Mauthausen por dentro. En el verano de 1995 conseguí ese inconcebible objetivo y, confieso, me sentí mal porque dejé que mi imaginación volara, con todo lo que ya sabía sobre ese campo y sobre quienes lo ocuparon; reviví las escenas que allí habían pasado durante tanto tiempo y… fue una amarga experiencia pero, por otro lado, un objetivo conseguido.
Y de eso, y de muchas cosas más, trata la novela que estoy intentando prologar. Pero, claro, no podrías entender el por qué había españoles en esos siniestros lugares, de impronunciable nombre, si antes no sabes algo de por qué, cómo y cuándo tuvo lugar la sublevación militar en julio de 1936, y las consecuencias que tuvo dicha insurgencia militar aunque, la verdad, las diferencias venían de antiguo. Decía Manuel Azaña que:
“Los dos impulsos ciegos que han desencadenado sobre España tantos horrores, han sido el odio y el miedo. Odio destilado lentamente, durante años, en el corazón de los desposeídos. Odio de los soberbios, poco dispuestos a soportar la ‘insolencia’ de los humildes. Odio de las ideologías contrapuestas, especie de odio teológico, con que pretenden justificarse la intolerancia y el fanatismo. Una parte del país odiaba a la otra, y la temía”.
Lo cierto es que una guerra tuvo lugar en España durante casi tres años, una guerra cainita que, como una maldición bíblica, cayó sobre España, sobre los españoles y sobre las familias españolas. Algunas, desde luego, lo percibieron más que otras. Unas vieron como dos hermanos lucharon en bandos contrarios, en otras no fue el caso pero sí que varios hermanos se fueron a la guerra dejando tantas lágrimas y tantas ausencias en casa y a unos padres desesperados por no saber si volverían a ver vivos a sus hijos; las más, dependiendo bajo qué fuerzas militares estaba ese pueblo, ese lugar, esa ciudad... lo pasaron peor que otras. Había que sobrevivir el día a día, conseguir comida, huir de las viviendas cuando sonaba una sirena, o cuando se escuchaba el zumbido de los motores de la aviación, -no sabías de qué bando era y tampoco si bombardearían o no-, en un sin vivir cotidiano al que nunca, durante lo que duró la contienda, se acostumbró nadie.
Lo que fue, según algunos historiadores -tanto nacionales como foráneos- un ensayo de lo que seis meses más tarde sería el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, lo pudieron comprobar cerca de medio millón de españoles que, en el bando perdedor de la guerra –por muchas razones que no vienen al caso-, tuvieron que atravesar los Pirineos, por los puestos fronterizos y buscar refugio en territorio galo. Los campos de refugiados –si es que se les podía llamar así al principio de su llegada- bajo alambradas y mal preparados en todos los sentidos, acogieron a esta barahúnda humana para impedir que se desplazara por todo el territorio francés.
El gobierno galo tenía que dotar de servicios, dar de comer y otras circunstancias a miles de criaturas y ofreció la posibilidad, a quien quisiera de retornar a España; de hecho el gobierno español facilitaba la entrada en su territorio a todos aquellos que decidiesen el retorno, que estuviesen libres de cargos y no tuviesen causas pendientes con la justicia española. Miles de ellos volvieron, otros tantos miles se arrepintieron de hacerlo. Porque para la mayoría de los retornados comenzó otro episodio, si cabe, peor que el que habían dejado en Francia. Recluidos en prisiones primero, en campos de concentración y de trabajo después, juicios sumarísimos, penas de muerte al amanecer junto a la pared de un cementerio, o en el barranco más próximo, o en la cuneta de un apartado camino o…levantando, a golpe de sudor, de enfermedades, de muertes, edificios monumentales que perpetúen la memoria de un megalómano… ese fue el panorama, recién terminada la contienda civil española; desde aquél 1º de abril de 1939 hasta bien entrados los años 40, los fusiles no pararon de escupir fuego.
Muchísimas madres, hermanas, esposas no dejaron de llorar hasta que ya no les quedó ni una lágrima que derramar. Y lo hicieron porque ellas fueron el blanco, igualmente, de los que, no pudiendo detener a los que se fueron a otro país, eran familiares de “desafectos”, luego ellas también lo eran. Las mujeres de los republicanos fueron el exponente físico de la represión y la inquina fascista, siendo peladas, obligadas a tomar purgantes (sobre todo aceite de ricino), y sufriendo el escarnio y la humillación pública.
El color negro predominó en aquella España que iniciaba la década de los 40, la del estraperlo, la de las cartillas de racionamiento, y predominó ese color porque casi media España se convirtió en un cementerio y el luto estaba muy arraigado en la cultura de todos y cada uno de los pueblos de nuestro país aunque, para la otra mitad, lo que se estaba haciendo era justo y necesario hacerlo y, además, porque la “justicia” así lo había decidido.
Al mismo tiempo, mientras la otra media España era testigo de lo que acontecía en el territorio patrio, al otro lado de la frontera, en los campos de refugiados franceses, Francia pedía ayuda a los varones que estaban en todos y cada uno de esos campos de refugiados levantados sobre la marcha, y con prisas, para tener más o menos controlados a esos cientos de miles de “indeseables”,- como les llamaron cuando empezaron a llegar a territorio galo- que ahora, se convertían en “deseados” toda vez que las autoridades francesas los necesitaban para reforzar sus defensas a todo lo largo de la frontera con Alemania visto que, habiendo sido invadidas Polonia y los Países Bajos, el siguiente paso sería Francia, como en realidad fue.
La guerra relámpago alemana frustró, por un lado las aspiraciones francesas de tener su frontera fuertemente defendida, por otro significó la detención, en masa, de miles de trabajadores republicanos que se habían alistado en las Compañías de Trabajadores Extranjeros, las CTE. Ellos, los republicanos, fueron de los primeros en llegar a Mauthausen y también los que se encargaron de terminar de construir ese pétreo edificio, sobre una colina próxima al idílico pueblo de igual nombre. Pero antes tuvieron que pasar por alguno de los centenares de stalag dispersos por todo el territorio alemán. El paso por éstos significaba “la cuarentena”,-aunque no tenían porqué ser exactamente los 40 días-, de modo que al llegar al campo de concentración estuviesen listos, al cien por cien, para aprovechar la mano de obra que llegaba nueva cada día.
Los españoles recluidos en estos campos de prisioneros de guerra, como hemos visto en renglones anteriores, no tuvieron la posibilidad de ser reconocidos como prisioneros de guerra,- como hicieron con los demás-, y por tal motivo se les negó la aplicación de la Convención de Ginebra, y se les “marcó” con un indigno triángulo azul, color que distinguía, en el interior de aquél recinto, a los sin patria, o sea, a los apátridas. No ocurrió así, por ejemplo, en Dachau o Buchenwald, que se les significó con triángulos rojos, indicativos de los presos políticos.
Sin embargo lo peor estaba por venir. Juan, el autor de esta novela, lo sabe bien y lo podrás comprobar conforme vayas leyendo las páginas que siguen. Una profunda investigación en el tema “deportación” y “campos de concentración nazis”, así como haber bebido en los archivos de Alemania donde está contenida toda la información sobre dichos temas, además de haber tenido, directamente familiares que vivieron para contarlo, han hecho posible que vea el final una obra, -esta novela que lees-, que te va a sorprender, que no te va a dejar indiferente, que no vas a dar crédito a lo que significó estar tras los ciclópeos muros de granito de Mauthausen, que no vas a creer que el ser humano fuese capaz de hacer lo que hizo con sus semejantes.
Pero, acompáñame. Vamos a cruzar el umbral de este infame campo. No sabes lo que nos espera.
Entre ladridos de perros, empujones, culatazos, hambrientos, con frío, los algo más de cuatro kilómetros que separan la estación de trenes hasta lo alto de aquella colina, se hacían interminables. La masa pétrea, conforme te acercas, se hace mayor y cuando divisas la puerta de entrada ves, sobre el umbral, una enorme águila con sus alas extendidas sosteniendo, entre sus garras, la cruz gamada, la esvástica nazi. Vamos a entrar en el infierno (un deportado español, que había sido oficial en el ejército republicano, estuvo en este campo y sobrevivió. Escribió un libro contando su experiencia en el interior del mismo y lo que vio allí. No pudo encontrar un título más apropiado: “Lo que Dante no pudo imaginar”[4],- refiriéndose al infierno en su libro “La divina comedia”-).
Acabas de traspasar esa siniestra puerta y comienza un nuevo calvario: inspección médica que casi todo el mundo pasa, rapado de todo el vello corporal, de todo, toma de filiación, inscripción en el libro registro del campo y, a partir de ese momento, dejas de tener nombre, de tener apellidos… Te has convertido en un número y, ¡¡Ojo!!... Ese número lo tienes que aprender de memoria porque cualquier oficial nazi de las SS, a la hora de dirigirse hacia ti, eres tú quien tiene que identificarse con el número de matrícula que te han asignado pero... ¡En alemán!, un idioma que desconoces y que tiene la singularidad que la unidad va delante de la decena unida con el nexo “und”, o sea, si tienes el número 2542, tendrías que identificarte como 25 (cinco y veinte) 42 (dos y cuarenta), es decir: Fünfundzwanzig zweiundvierzig y, además te darán un infame traje a rayas compuesto de chaqueta, pantalón y gorra, así como unos pantuflos queriendo imitar unas zapatillas. Te asignan un block (barracón) donde harás tu vida, menos el tiempo que estés trabajando en el kommando (por regla general: grupo de trabajo exterior del campo principal; también podía ser en el interior) que te asignen.
Si es en la cantera… has tenido mala suerte, raro era el que llegaba a los seis meses trabajando allí. Había motivos suficientes, y no solo los guardias SS: una escalera infernal para acceder a la cantera, con 186 peldaños irregulares, excavada en el propio granito, llamada la “escalera de la muerte”; un camino que conducía a la misma, llamado el “sendero de la sangre” y un cortado vertical, junto al camino donde estaba propiamente la cantera, llamado la “pared de los paracaidistas”.- algunos aprovechaban este cortado para suicidarse, arrojándose sobre el suelo pedregoso a unos 70 metros de altura-. Pero no acaba ahí tu supervivencia, que siempre estará al libre albedrío de un caprichoso oficial de las SS.
Para estar vivo, un día más, tenías que tener presente tres cosas importantísimas y por este orden: una gorra, una escudilla y unos zapatos.
Una gorra porque, para pasar lista por la mañana, formados delante del block que te haya correspondido, en la explanada de los barracones, tenías que descubrirte y volverte a cubrir a una orden, en alemán, para un caso u otro. El número de personas formadas tenía que coincidir con el mismo número de la lista de la noche anterior. Si algún deportado moría en la noche, tenían que sacarlo sus compañeros muerto y colocarlo en la fila para que no variara ese número. Si no tenías gorra para descubrirte, una bala acababa con tu vida en un instante pero, además, tenías que descubrirte al paso de cualquier oficial SS. Se dieron casos que robaron gorras y los robados tuvieron que hacer lo mismo, a sabiendas que a la mañana siguiente, el que se había quedado sin gorra sería asesinado fríamente, porque no había podido conseguir, en tan poco tiempo, una prenda similar.
Una escudilla donde poder echarte la sopa de nabos que, casi a diario, era el menú que te servían –muy por debajo de las mínimas calorías que necesita una persona para sobrevivir-; si no tenías ese recipiente, no te podían echar la sopa y, por consiguiente… no comías. Paradójicamente, casi a diario, había peleas por quedarse de los últimos en recibir la comida… Los pocos restos sólidos de los nabos, o similares, siempre estaban abajo del todo. El primero que accedía al lugar de reparto del alimento solo recibía caldo, nada más. Por la mañana agua negra caliente, sucedáneo de café o algo que se le parecía; por la noche un trozo de pan, con algo de salchichón o similar, a todas luces insuficiente para una persona que tenía que trabajar, además, con sobre esfuerzo.
Unos zapatos, o zapatillas, o pantuflos… algo que cubriera tus pies porque, o bien una herida mal curada –casi siempre- te producía la gangrena y… estabas muerto o, por el contrario, era el suelo congelado en los terribles inviernos de Centroeuropa quien te congelaba un dedo, o dos, o toda la planta del pie y… al final la gangrena también aparecía.
Todo esto,- siempre nos quedaremos cortos a la hora de contar cómo era la vida en el interior de un campo de concentración, en este caso, Mauthausen-, ocurría en la mayoría de los campos. Mauthausen y Auschwitz II-Birkenau, de categoría III (muerte por el trabajo, en el primero; exterminio directamente en el segundo) destacaron por encima de otros, quizá de nombre más habitual como Sóbibor, Treblinka, Majdanek, Theresienstadt. En todos ellos una pestilente chimenea, o varias, anunciaban –tanto en el interior como en el exterior del recinto- de qué se trataba. Las muertes había que ocultarlas y qué mejor que uno, o varios, hornos crematorios para que se encargaran de ese trabajo.
En la más de las veces fueron insuficientes y los bulldozers se encargaron de abrir cerca de los campos, profundas zanjas para que se convirtieran en fosas comunes, con la ayuda de cal viva y tierra encima, que ocultara el rastro de tanto asesinato. En otros campos ni siquiera les dio tiempo de abrir zanjas… se amontonaron los cadáveres, en tétrica imagen de muerte y desolación, en inimaginables posturas contrahechas, carcomidas de mugre y de sus propias heces que, antes de morir, habían hecho acto de presencia.
Cuando sus puertas se abrieron un profundo hedor les delató lo que en su interior había ocurrido, que estaba ocurriendo en ese preciso instante en que una unidad militar hizo acto de presencia, cuando ya todos habían huido –los mandos principales- o se habían suicidado antes que verse, bien ante un pelotón de fusilamiento, bien ante una cadalso que les indicaría que iban a ser colgados en cuestión de pocos minutos.
Lamentablemente murieron miles de prisioneros en los campos cuando éstos fueron liberados. Y la causa no fue otra que por comer lo que no habían comido en meses, en años. A pesar de que se les había advertido… no hicieron caso. Sus estómagos no estaban preparados para recibir, digerir y metabolizar ese exceso de comida que, en un momento dado, tuvieron al alcance de su mano… y no lo dudaron, se lo llevaron a la boca, como un acto reflejo, como un instinto de supervivencia que su cerebro no le dio tiempo a procesar y de avisar.
Liberados de la opresión nazi, en cada uno de los campos donde hubo españoles, se les presentó otro gran problema: no eran españoles, no eran franceses, no eran austríacos… les habían usurpado su nacionalidad ¿A dónde ir? ¿A la España de Franco para entrar en otra cárcel por desafecto al régimen? O lo que es peor, a enfrentarte a juicio sumarísimo y enfrentarte ante un pelotón de fusilamiento… Francia los acogió, los hizo suyos, les dio la nacionalidad francesa. En Francia rehicieron su vida, formaron hogares y tuvieron hijos a los que contar lo que les había sucedido para que éstos, a su vez, volvieran a contarlo a los suyos y para que lo que pasó en aquellos días no se olvide jamás. Esa fue la promesa que hicieron los supervivientes españoles en las duchas de Mauthausen antes de abandonar el campo. Todos la cumplieron. Con el tiempo algunos regresaron, ya mayores, mara morir en la tierra que les vio nacer, otros, por el contrario, lo hicieron en los países de acogida.
Con la lectura de esta historia, que con tanta pulcritud literaria ha escrito Juan Marín, te hará pensar que quizá la historia que has estudiado en tu escuela, en tu instituto, no es la misma que la que estás leyendo ahora o que acabas de leer, que ni siquiera conocías la existencia de españoles deportados a los campos nazis y de todos los que allí murieron (cerca de 7000 en Mauthausen, de los algo más de 9.000 que allí llegaron); que tampoco sabías qué pasó en nuestro país una vez que termina la guerra aquél 1º de abril de 1939 hasta casi la década de los 50.
Si la lectura de esta obra ha servido para que tomes conciencia de lo que pasó, porqué ocurrió, cómo fue y quiénes lo llevaron a cabo y, por tanto, sepas un poco más de lo que hasta ahora habías conocido sobre ese particular… ya es un éxito para el autor y puede sentirse más que satisfecho. También es un ruego, como el que hicieron allá en las duchas de Mauthausen los supervivientes de ese cataclismo humano, el que se sepa lo que en ése -o en los centenares de campos- ocurrió para intentar, de alguna manera, que no vuelva a repetirse. Como aconteció… tiene que saberse. Ya no es época de oscurantismos, ni de leyendas negras, ni de falsas interpretaciones de la Historia. Lo que ha pasado hay que contarlo tal y como pasó, no interpretarlo del modo más favorable a unos o a otros, como ha venido pasando hasta ahora.
Esta novela es un libro de Historia porque está basado en hechos reales, demasiado reales. Conforme vayas pasando páginas te irás metiendo en los personajes y te atraparán, de tal manera, que harán irresistible el querer leer una página más, por ver qué pasará, cuál será el final de esta historia, tan llena de amor pero, al mismo tiempo, también colmada de pena, de mucha pena pero… sigue leyendo porque… ahora viene lo bueno, lo interesante, la historia real que nos cuenta Juan.
Pepe Sedano
Berja, 15 de enero de 2016

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